martes, 16 de noviembre de 2010

1# Atardecer

Ayer tuve el curioso antojo de empezar a escribir en primera persona, después de todo este tiempo de relatos y reflexiones en estilo dramático; dado que no pude empezar por culpa del examen de historia del arte, lo haré hoy contando algo que ayer me pareció curioso.
Salí de clase de flauta (travesera, malpensados ¬¬) a eso de las cinco y media, casi menos veinte; mi ánimo estaba digamos que rozando el suelo, después de todas las cosas que me han ido pasando; la pérdida, discusiones con mi ex novia, presión por el examen... vamos, que tenía ganas de todo menos de saltar de alegría.
Pero, y he aquí la moraleja de mi día de ayer, me encontré de nuevo con que se reafirmaba mi teoría sobre la felicidad; a mi me hacen feliz los pequeños detalles de cada día.
He de decir que cada vez que salgo de un edificio tengo la manía de mirar antes que nada al cielo; así pues salí de la academia y miré hacia arriba, encontrando el mismo color gris plomizo que antes. Me gusta ese color, me encanta la lluvia y sobre todo me gusta mojarme con ella, y ayer parecía acompañarme el día. Y para mi sorpresa (que no sé por qué me sorprendo) encontre trazos de rojo carmín. Aquí cabe declararme enamorada perdida de los atardeceres (como se habrá podido comprobar en algún relato). Seguí adelante y cada vez las nubes enrojecían más, hasta que llegué a una calle que dejaba ver (y casi parecía puesta a propósito para verlo) el sol anaranjado, brillante, en todo su esplendor; tenía un increíble degradado que pasaba del naranja ardiente a un dorado intensísimo, el cual se iba convirtiendo en rojos y morados según la nube a la que miraras. Como una escena del Apocalipsis, así parecía, con el cielo rojo, morado y gris, y aquel sol que parecía de película. En ese momento sentí mucha necesidad de una mano que agarrar para contemplarlo. Quise hacerle una foto, como es mi costumbre (y como buena coleccionista de atardeceres, aunque sean en el móvil), pero jamás le habría hecho justicia, asi que lo dejé estar. Y entonces me dí cuenta...
¡Nadie, absolutamente NADIE estaba mirando aquello!
Realmente me sorprendí; ¿cómo se puede estar tan ciego para no ver la maravilla que había allí? ¿Por qué mirar al suelo y desperdiciar esa belleza?
Tengo que decir, mundo, que el dinero nunca brillará tanto, ni se podrá jamás comprar mayor belleza que la que ayer tuve el acierto de contemplar, durante apenascuatro o cinco minutos, hasta que el sol se escondió. Mi sonrisa no lo hizo, lo aseguro.

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