viernes, 2 de julio de 2010

Desconocidas

Es confuso, ¿no?
Cuando no sabes lo que sientes, a eso me refiero. Cuesta reconocer los síntomas.
Desvías la mirada cuando vuestros ojos se encuentran; te da por pensar, algo avergonzada, en si se habrá percatado de tus constantes vistazos a su cuerpo.
Conoces sus hábitos, sabes cuánto azúcar lleva su café y con que pie golpea el suelo cuando tiene prisa o está nerviosa.
Te escondes detrás de un mechón de flequillo negro y te emocionas al ver que se ha sentado delante de ti, mientras ella mira distraída por la ventana y se lleva el vaso a los labios.
Sabes que tiene mal genio, porque una vez le dio un buen pisotón a un abusón que casi la estaba aplastando; y piensas que le gustan las rosas ya que una vez entró por la puerta con una entre los dientes. Recuerdas que ese día se puso a bailar tango sola, en el pasillo, y te dieron ganas de ponerte el sombrero negro que llevabas en la mano y ser su pareja de baile.
Has descubierto que le gustan las canciones de Yann Tiersen gracias a una rápida ojeada a los títulos de las canciones de su mp4; y te ha sorprendido el hecho de que a ti también te gustan.
No te gusta pensar que es sólo coincidencia el que te haya sonreído al bajar, o el tono suave de su voz al saludarte hace una semana.
Procuras siempre (discretamente) estar en su campo de visión, a pesar de la vergüenza que te da; es instintivo, no puede evitarlo.
Tienes miedo de que descubra algo malo de ti o de que no le gusten las cosas que haces; incluso te vistes más o menos con el mismo estilo, aunque eso no lo has cambiado apenas. A las dos os gustan las camisas, o eso parece.
Te sientes incómoda cuando os quedáis a solas, y al mismo tiempo no deseas que ese momento se pase; cuando alguien entra, agachas la cabeza con rapidez y le deseas al recién llegado que se le caiga el pelo en el transcurso de la siguiente semana.
Conoces cada detalle de su piel (la que deja a la vista); sabes que tiene un tono cobrizo, y que el color natural de su pelo es castaño, aunque ahora lo lleve negro con mechas rojas. Por alguna inexplicable razón te ha empezado a gustar la idea de tener un tatuaje en forma de rosa en el hombro, nadie sabe por qué.
Tu mayor afición es observar los edificios a través de la ventana entre mirada y mirada que le diriges, mientras ella lee un libro con pinta de ser interesante (por lo menos, más que tú); pasas las canciones como una autómata, sin darte cuenta de cual es la que buscas. Al menos hasta que la encuentras, y entonces pierdes la consciencia de lo que te rodea y dejas de pensar.
Si, es confuso. Porque, después de todo, solo sois dos desconocidas que viajan en el mismo tren por las mañanas.



—Llámame esta tarde—le dijo la joven de mechas rojas, dándole un número de móvil apuntado en una página del libro. Sin perder la misteriosa sonrisa, le dedicó unos pasos de tango antes de bajar del tren.

La otra chica se quedó mirando la puerta con aire ausente. De repente sonrió, y le brillaron los ojos con aire pícaro.

Porque son nada menos que dos desconocidas que viajan en el mismo tren cada mañana. Nadie debe poner condición alguna para que las cosas surjan.

lunes, 28 de junio de 2010

Atrás

El cielo está teñido de gris ciudad.
Caminando sobre cemento duro,
echo de menos el polvo del camino.
Cuantas cosas perdí sin darme cuenta.
Hay oros que no brillan, y hay trigos
que poseen el dorado del sol.
Perdí mi voz de pájaro cantor al salir el sol,
de viento entre las hojas de los árboles.
Qué no daría yo por ser el grillo de la noche,
por ser el gorrión de la mañana que despierta mi corazón.
Mis montañas son ahora de acero y cristal.
Ya no hay aves que las habiten,
solo mentes de humo y pensamientos prefabricados.
No queda eco que repita mis gritos de indiferencia.
Qué quedará de la colina verde, de la aliaga y del espliego; de la tierra roja y la vid de hojas de otoño… no lo sé.
Llueve amargura de las nubes de tormenta,
y arrastra todo brote nuevo en una conciencia marchita.
Ya no hay arroyos que limpien la corteza seca de mi corazón.
No sabemos cómo, no sabemos dónde, no sabemos por qué… no sabemos vivir.

Pero tal vez aún queden flores en el almendro seco.

The Fall

Hermosa y brillante, luz dorada.
Dorada de campos a la vera del camino;
luz dorada, que acaricias con ternura
las hojas aún verdes del estío.
Dorada de sol luminoso en el cielo limpio;
luz dorada, que reflejas en los pétalos
de mil rosas color atardecer.
Dorada de trigos, segados y por segar;
luz dorada, que cálidamente te posas
sobre la piel tostada y cobriza de la tierra.
Te meces en el aire todavía dulce del verano
arrullada por el viento suave, una leve respiración
que apenas susurra entre la hierba.
Dorada de recuerdos amargos y felices;
luz dorada, que iluminas con brillo eterno
mis ojos y mi corazón.
Frágil, brillante, hermosa,
cálida y dorada luz de otoño.

Segunda causa y consecuencia del delirio

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