lunes, 28 de enero de 2013

Carta de un hombre feliz a un mundo feliz



Buenas noches a todos.

No se preocupen por mi voz; gracias al cielo, nunca olvidé el escribir. Las palabras escritas son el eco de la voz de mi cabeza.

Si me preguntan por el motivo de esta carta.. bien, no sabría decirles cual. Me temo que es un intento de despistar los pensamientos que me rondan acerca de este momento.

Claro, por supuesto, ustedes no tienen por qué saberlo.

Estas son, con toda seguridad, mis últimas horas.
No hay razón para dramatizar. Ha sido una buena vida, muchos lo saben y yo lo afirmo; y de esta vida apenas puedo quejarme, pues gran regalo se me ha dado con poder ser partícipe y, casi diría, protagonista.
Escuchen, los que me conocen y los que no: vivir es importante. Puede resultar obvio, casi insultantemente evidente... pero ay, las evidencias no parecen ser buenas compañeras de esta raza de la que formamos parte, ustedes y yo. Es una evidencia oculta tras una aparente obligación, ¿pues qué nos queda sino vivir?
Sin embargo, creo que no existe tal obligación.
Señores, y señoras (disculpen mi despiste), no confundamos. Estar en este mundo, pisar este suelo, respirar este aire... eso no es vivir. Es un estar, una forma pasiva de existencia a la que uno se acostumbra con demasiada facilidad, atado por el compromiso del miedo a dejar de estar sobre esta tierra, a dejar de ser la conciencia que somos, a... a, dicho simple, a morir. Pero permítanme dejar a un lado las cuestiones metafísicas que siempre se plantean con estos temas espinosos, aunque parezca una noche ideal para ello.
Volveré, señoras y señores, sobre mis palabras. Sobre vivir. Sobre el verdadero vivir, que tan alejado tenemos, que tan automatizado hemos dejado. Vivir se ha convertido en una impersonalidad, en dejar el día a día en manos de una tranquilizadora y poco agitada rutina. ¿No les resulta casi incómodo?
Oh, sí, por supuesto, yo fui también como todos. También me dejé llevar por ella.
Pero, en muchos momentos de esa vida-tan-poco-vida sentí punzadas. Llámenlas como quieran; de realidad, de comprensión, de profundización...
Sólo sé que, en esos instantes (relativos instantes), supe perfectamente que estaba vivo. No, tampoco lo supe, no sería correcto si así lo dijese.
Estaba vivo. Tenía conciencia de mi, de mi entorno, de las cosas que había y de las que no había. Era consciente de la situación, y al mismo tiempo la veía desde lejos.
Muchas veces, esas punzadas de vida me dejaban atónito. Atónito y deseoso de repetirlas.
Así que así ha pasado mi vida. He buscado, de todas las formas posibles, repetir esas increíbles sensaciones. Lo he intentado en lugares lejanos, en casa, en el parque, en el bosque; paseando, corriendo, trabajando, leyendo. Lo he intentado a solas, entre multitudes, con mi mujer y mis hijos, con mis amigos y mis enemigos.
Y... ¿lo he conseguido? ¿Cuál sería la mejor respuesta?
Buscando, buscando, buscando... si, señores. Sin darme cuenta, he vivido permanentemente en esas maravillosas punzadas.
Y aquí estoy. Y sigo viviendo, y quién sabe si seguiré viviendo, aquí con ustedes o solo conmigo. O sin mi, ¡que tan importante no soy!
Lo importante, mis queridos, es vivir. Y que cada uno averigüe el modo en que ha de conseguirlo.
Solo no dejen de intentarlo.
Vivan, señoras y señores. Busquen la vida, y durante esa búsqueda ustedes vivirán.


¿Cuál es el encanto de los errores pasados?

Todo parece quedar entre el ayer y el hoy. Todos esos tiempos, peores y mejores; todos los momentos que nos han marcado, todas esas cicatrices pequeñas que no desaparecen por miedo a olvidarlas. Todo, contenido en un tiempo pasado, guardado en una memoria poco objetiva.

¿Por qué dejar de recordar parece ser peor que un asesinato? ¿Acaso se hace igual, con premeditación y alevosía? ¿O es la llegada de más ayeres lo que entierra esas marcas a medio ocultar?

Y es ese pasado, tan vivo en nuestras cabezas, sobre el que no podemos hacer nada. Solo actuar en el hoy, para cambiar el ayer de mañana.